Casi en las antípodas, a más de 13.000km de distancia, Santiago de Chile, pleno verano. Mi primera vez allí fue hace más de 20 años; solo recordaba el cerro de San Cristóbal por lo de subir en funicular y la imagen de la Virgen María oteando la ciudad. Cariz católico que todavía preside la vida de una urbe conservadora de formas y libertina de fondo, cuando el cortado de la tarde se toma en un “café con piernas”, donde los camareros son chicas jóvenes luciendo casi al desnudo.
Y ni siquiera cobran el café más caro.
Esta vez, disfruté de Sanhattan, donde los modernos e impresionantes edificios, ordenados en avenidas limpias y claras –Isidora Goyenechea-, alrededor de algún parque de golf de rancia elegancia, deslumbran y contrastan con el centro antiguo, colonial, desmadejado.
Es más fácil vivir en Santiago que en la verde Bogotá o la Lima al viento y la neblina. Aquí hay infraestructuras eficientes, un Metro urbano limpio y seguro que cruza la ciudad, y el tráfico inevitable no desborda al conductor.
Los chilenos sorprenden. Parecidos y lejanos a la vez. Como cuando te reencuentras con un primo lejano con quien tienes lazos de sangre, pero a quién no llegas a querer.
Manejan una asertividad diferente. Además de su proverbial “ya” que tiene muchos matices, es difícil conseguir un rechazo, o una negación absoluta. Recibes aprecio, afirmación, sumisión. En apariencia. El no confrontar, impide resolver diferencias, y la desconfianza se asienta en las relaciones.
El país se resintió en los últimos meses del cambio político. Las medidas que anuncia la presidenta preocupan al poder económico. Se ralentizó el crecimiento. Chile tiene unos 17 millones de habitantes, de los cuáles 6 millones están en Santiago, y una economía manejada por un cierto número de familias. Todavía importa en qué colegio estudiaste.
Por geografía, oculto en una esquina del continente, parapetado por los Andes, es el país de Sudamérica con menos influencias de América del Norte. Mantiene una idiosincrasia, una cultura autóctona, poco permeable a sus vecinos y más resistente a la globalización.
Disfruté de las noches calurosas con cenas sabrosas y buen vino local –carménère-, con los amigos que rondan por allí. Los expatriados siguen moviéndose entre el confort de un país cuya situación económica es decente, y la morriña por la patria de origen. Eso sí, la vida parece más cómoda que en el resto del subcontinente.
Llegué al vuelo de regreso como cerdito en San Martín, pensando en las 13 horas que tenía por delante de insomnio y aburrimiento. Y ahí me encontré al gallego. Sentado a mi lado, sonriendo desde que le vi.
Venía de Antofagasta. Ciudad con nombre de novela de García Márquez o Vargas Llosa (ojo, no me gustan por igual). La perla del norte.
Antofagasta, capital de la región minera por excelencia, donde abunda el cobre. Los chilenos se la quitaron a Bolivia a finales del siglo XIX (1.879) tras la Guerra del Pacífico. Me lo contó el gallego. Era la única vía de los bolivianos de llegar al mar, y en los tratados varios del fin de la guerra, los chilenos les prometieron libre acceso al Pacífico. Se quedó en promesas -¿asertividad?-, y a cambio construyeron un ferrocarril que une ambos países, creo que muy cerca de la cordillera, donde no se ve el mar. Todavía se tensionan ambos países por ese pasillo al océano.
El gallego, recio, volvía a casa tras unos meses de trabajo cerca de dicha zona, desarrollando un parque eólico. En el medio de la nada, en ese desierto rojo entre los Andes y el Pacífico.
Estos emigrantes españoles tienen tanto coraje, desbordan humildad. Se desplazan por meses a zonas sin desarrollar. Trabajan seis días por semana, dedicando el domingo a descansar, deporte y la lectura en el ibook. Eso es lo que cuentan, claro.
Gestionan a equipos locales, obreros con bajo nivel de conocimiento y en ocasiones, de compromiso. En zonas medio salvajes, donde todavía se preocupan de alacranes y serpientes.
Regresan a casa con ilusión, la cartera rebosante –es un decir- esperando el próximo destino. Y sonríen agradecidos por la oportunidad.
Cuando el gallego se duerme tras larga charla, pienso en los ejecutivos de dichas multinacionales españolas, en distintos ramos de la construcción y la ingeniería, preocupados por el EBITDA, la rentabilidad de los proyectos o la próxima adquisición. Qué lejos están de sus operarios, que vidas más dispares.
Cuando recojo la maleta ya en Barajas, y me sorprende el frío de Madrid, creo que todo ha sido un sueño. Quiero repetir.