Todavía Mecano era un grupo, cantaban juntos y yo me sabía todas sus canciones, que sonaban recurrentemente en el “cassette” de mi coche, cuando conocí New York.
Subí a todos los edificios con “miradores” para otear la ciudad desde distintos ángulos, y aluciné en las “Twin Towers”, que dominaban la zona financiera. Recuerdo que ese día era mi primer cumpleaños tras salir de la Universidad, el primero en que estaba ya trabajando en una multinacional. Menudo regalo. Creo que dormí feliz esa noche, en el camastro de una habitación compartida con decenas de cucarachas en una “YMCA residence” en la que me alojé.
Algunos –muchos- años después, he subido al “One World Observatory”, el Mirador de la Torre nueva que han levantado en la famosa “zona cero”. El ascensor vuela en menos de 60 segundos al piso 102, y te aseguran que es la torre más alta del “Western Hemisphery”.
Huele a resurgir. Te empapas de innovación, de eficiencia, de organización. Me enamoro de NYC cada vez que voy.
Los amiguetes que trabajan por allí, me cuentan que en Manhattan, en el ambiente laboral, hay una agresividad diferencial.
En cualquier cultura empresarial, los empleados se motivan –o desmotivan- en base a dos parámetros principalmente: oportunidad y “poder”. Eso lo dice siempre mi amiga Laura, y a mí me convence.
Si uno tiene, en su puesto de trabajo, oportunidad de desarrollo, de aprender, de mejorar, de conseguir, estará motivado.
Si percibes que tienes “poder”, es decir, “capacidad de impactar” en tu ámbito de responsabilidad, de tomar decisiones y que se acaten, de cambiar tu entorno, eso también te motiva.
Los empleados que no ven oportunidades en su entorno, o que no son capaces de “impactar”, que no creen tener capacidad de cambiar o impactar, se desmotivan. En una multinacional y en la empresa familiar del polígono más recóndito; así es, en mi opinión, en gran parte de las ocasiones. Imagino que en NYC las oportunidades atraen a perfiles que quieren crecer rápido, o que pretenden conseguir grandes cambios, de ahí la agresividad en el ambiente laboral.
Tras la adrenalina del piso 102 de la Torre, paseando me acerqué al “Meatpacking District”, barrio de moda para comer bien, inundado de grupos de “yuppies” y turistas. Eso sí, qué caro resulta beber alcohol, por eso en las “pelis” americanas, tomarse un vinito es un acto exquisito y puntual.
Encima el Barman se quejó de mi falta de generosidad en la propina –me soltó un discurso agrio-. Dudé si contarle que los catalanes somos como los escoceses, austeros en el gasto y algunos –no es mi caso- independentistas. Pero no le vi receptivo. Ni siquiera a debatir si en su puesto de trabajo no está motivado por falta de oportunidades o de “poder”. “It’s all about money” a veces.
Para las adeptas a comedias románticas como yo, no podía faltar un paseo por Central Park el domingo por la mañana. Bajo el débil y brillante sol de otoño, pisando las hojas caídas que oscilan entre el naranja amarillento y el rojo ardiente. Sin prisa, disfrutando de las ráfagas del aire fresco. Qué momentos más felices. Ahí, los mismos “yuppies”, debidamente equipados para el “running” o la bicicleta. Trabajar, gastar, deporte. Ese es el ciclo.
La ciudad, en ciertas zonas, parece un crisol, pero no lo es. En Broadway, Times Square, tropiezas con individuos diversos en colores, atuendos, aspectos, posibilidades y dinero. Pero no se mezclan.
En los restaurantes de moda, o en Central Park corriendo, hay mayoría de blancos.
Casi todos los camareros que encontré eran inmigrantes hispanos, jóvenes mejicanos con pocos años de residencia en la gran manzana. Los amigos que viven por allí, se relacionan principalmente con algunos –pocos- europeos, y con latinos.
Un crisol es un recipiente que se usa en los hornos para recibir el metal fundido. Donde se generan aleaciones en las que la emulsión tiene propiedades nuevas, y no se identifican claramente los metales originales.
New York es más bien un hojaldre, milhojas, con capas de nata, crema, chocolate, merengue, que no se mezclan, excepto que seas capaz de morder con fuerza. O quizás es un “cupcake” –de Magnolia- donde el chocolate es de color azul y el bizcocho rojo. Merece la pena.