Con tanta emoción la vuelta del verano. Los reencuentros. Será que hay que perder la cercanía, vivir una aventura lejana al sol, para valorar tanto la rutina gris.
Lo mejor es retomar las conversaciones, vía comidas, cenas o lo que se tercie. La copa es opcional.
Con la ilusión por contar y escuchar las novedades me senté a la mesa el lunes por la noche, con las amigas en la cena mensual. Cada una tiene un turno, en el que comenta, expresa, se abre. Las demás, con o sin acierto, opinamos. El tiempo es finito, lo que da hasta la medianoche.
En los años que llevamos en ello, que son unos cuantos, hemos ido variando de situaciones profesionales y personales. Como los ciclos económicos, una a veces está fenomenal y de vez en cuando surgen problemas. Inevitable.
Una de las parroquianas apareció demacrada, con la sonrisa forzada y escasa. Ahí le dejamos que fuera la protagonista, y nos contara.
Los hechos, los eventos, son irrelevantes. De uno en uno no parecen graves. Cuando tomas distancia, percibes que el conjunto es un abuso emocional sostenido.
Si en la escuela, le dejas al grandullón de turno que te quite el bocata, pronto el jeta de la clase te robará el dinero para el autobús, y el coro de los “followers” te largará un insulto.
En el camino del adulto, se extralimita el jefe que te niega el bono merecido; el compañero que te quita un cliente sin que te des cuenta; el empleado del banco que te ofrece una preferente indecente; el marido o los hijos que no colaboran en la logística del hogar y te exigen un servilismo y dedicación nocivos, o el amante que te lleva de buceo cada fin de semana, aunque a ti te cueste nadar. Opciones hay unas cuantas.
Hay que poner límites. Fronteras, bordes, confines.
Uno nace solo y muere solo; y tu primera responsabilidad es cuidar de ti mismo.
Los límites se construyen en base a tus creencias, valores, opiniones, experiencias y actitudes pasadas, aprendizaje social. Debes crearlos para protegerte como individuo.
Si te dejas invadir por los demás, no sabes quién eres, ni a dónde vas.
Me llama la atención las personas que se “mimetizan” con las parejas que van teniendo a lo largo de su vida. Y en una etapa se van a escalar y se aficionan al senderismo; años más tarde son unos locos de la noche; para más adelante descubrir que en realidad su afición son las motocicletas. En función de a quién tienen al lado. Me encanta.
El estado de derecho nos defiende como colectivo –o debería hacerlo-. Pero la defensión individual es propia.
Los límites son las normas que uno debe crear para tener claras las formas de relación que va a establecer con los demás. Qué les va a permitir y qué no. Y cómo vas a responder en caso de que alguien sobrepase la frontera.
Curiosa palabra límite. Yo percibo una acepción positiva, cuando la usamos como meta, culminación. Y cuando la interpretamos como frontera suena a prohibición.
Quise buscar una frase linda sobre fronteras, para regalarle a mi amiga, y encontré una de Ignacio Aldecoa:
“El camino calcinado, vacío y como inútil, hasta el confín de azogue, atropaba la soledad de los campos”.
A saber qué quería transmitir el escritor. Ningún camino es vacío. La soledad puede ser buena compañera, y el mercurio –azogue- en el horizonte, imagen de la puesta de sol, suena a belleza serena.
A mí nunca me quitaron el bocata. Y cuando aparecí en el colegio con mis primeras gafas muy graduadas –a mis 6 añitos- y alguien me insultó, le tiré al suelo de un tortazo. He tenido que aprender a medir fuerzas.