Conduciendo en la niebla de esta mañana salta en la radio el “All I want for Christmas is you” de Mariah Carey. No puedo dejar de moverme en el asiento al ritmo de la canción y gritar en el silencio protegido de mi auto “I don’t want a lot for Christmas, there is just one thing I need….”; es la canción que dispara el inicio de las fiestas en los últimos años.
Será que la neblina tempranera me despierta morriña, pero pienso en cuán diferente es dicha canción de los villancicos tradicionales, los de mi infancia, que hablaban del Belén, los peces y los pastores. Nada que ver. Un abismo de valores.
Mis Navidades olían a polvorón, a musgo, a barquillos –neules-, a familia reunida. A Misa del Gallo seguida de chocolate caliente, y el broche final, la emocionante cabalgata de Reyes. La tradición local imponía recibir a los Magos con un farolillo de papel, al que se colocaba una vela en el interior. Los chavales blandíamos los faroles con intensa ilusión, y muchos de ellos se quemaban.
Intento entender los cambios. Me asalta el pensamiento el libro que he terminado hace unos días “De la ligereza” (Gilles Lipovetsky, 2016). Es un ensayo que pretende subrayar las ventajas y efectos perversos del mundo actual, dominado por la “ligereza” en todos los ámbitos de nuestra vida.
Justifica el autor la irrupción de la ligereza por los cambios económicos. Hasta mediados del siglo XX, los sectores críticos de la industria eran el acero y el carbón, las hidroeléctricas y químicas. Tras la II Guerra Mundial, la economía de lo “ligero” se vuelve dominante, y fomenta la marea del capitalismo de consumo de masas.
En las economías desarrolladas proliferan los bienes dedicados a facilitar la vida cotidiana (automóvil, electrodomésticos), a informar y comunicar (televisión, ordenador, internet). Yo recuerdo cuando mi madre compró la primera lavadora, o cuando conseguimos la primera tele en color. Eran eventos.
Estos objetos “nuevos” simplifican las tareas corrientes, permitiendo –por ejemplo- la liberación de las mujeres de las tareas domésticas. La motorización de los hogares, que lanza a la gran mayoría al turismo, a querer desplazarse. Esos viajes de verano hacia la playa en el Seat, la familia embutida entre las maletas.
Con la reducción progresiva del tiempo laboral, y el aumento del nivel de vida, los individuos dedicamos más tiempo y dinero al ocio, los deportes, las diversiones.
El entorno consumista, que lanza nuevos productos (renovación de los móviles? La moda cada temporada?), difunde imágenes de la felicidad consumidora, exalta y nos conduce al placer individual.
La modernidad actual es individualista, cambiante, ligera.
Nos obsesiona el cuerpo “ligero”; la delgadez es símbolo de lo supremo. Con la problemática de salud que supone en muchos jóvenes.
En la tecnología, nos seduce lo micro, lo nano. Compramos ordenadores personales que cada vez pesan menos. Muchos trabajadores son “nómadas” virtuales. Por un lado, nos permite una existencia más “flexible”, por otro lado, la virtualidad conlleva una dictadura de la inmediatez, presión permanente. Tenemos la sensación de vivir absortos por la tecnología y la comunicación. Pendientes de los correos o mensajes.
En las relaciones, también vivimos la “levedad”, la ligereza. La vida en pareja tiende a reconocer la autonomía de los sujetos. Cada uno tiene su parcela independiente, sus amigos, sus espacios, sus planes incluso de fines de semana y de vacaciones. Nada que ver con los matrimonios comprometidos de nuestros abuelos o padres, con sus vetustas reglas establecidas. Ni mejor ni peor.
Los jóvenes de hoy disfrutan del sexo sin compromisos ni ataduras, lejos de lo que fue nuestra adolescencia condicionada por religión e imposiciones familiares. Así lo recuerdo yo.
Qué curioso, según el autor, que a pesar de la cultura hipersexualizada en la que vivimos, el amor sigue siendo imprescindible para el individuo, ya que responde a uno de los deseos más profundos que tenemos, el de ser reconocido como persona singular…
Aunque este cambio al individualismo nos produce placeres inmediatos y variados, la fragilidad de las relaciones, lo fácil que nos desvinculamos, implica también el dolor de la soledad, angustia.
En la educación, hemos pasado de un modelo autoritario, donde los padres exigían disciplina y obediencia al hijo, a un modelo de relación que pretende la felicidad inmediata del niño, y el fomento de su autonomía. Les faltan límites. Y esta “ligereza” está creando chavales inquietos, hiperactivos, ansiosos y frágiles, porque se han educado sin reglas, sin autoridad.
La ligereza afecta también a la cultura, el aprendizaje. Hacer un esfuerzo sostenido para acceder al saber es cada vez más insoportable para los jóvenes. Los métodos docentes se basan en los valores del esfuerzo y la disciplina, en la lentitud y el avance controlado. Hoy en día, internet ofrece lo lúdico, lo rápido, el azar, la ausencia de linealidad. Complicado controlar el aprendizaje de los jóvenes.
El ensayo recorre todos los ámbitos de nuestra vida. Es un tesoro de reflexión. Intenso.
El peligro, no es la ligereza en sí, sino cuando el individualismo atroz invade la vida, y asfixia dimensiones esenciales como son la reflexión, la creación o la ética.
Bueno es saberlo. Quizás dejaré de bailar al son de Mariah Carey, que busca en Navidad a su enésimo amor de paso, y buscaré un ratito para recuperar la esencia de estas Fiestas.
Restaré minutos a pensar en los modelos que luciré en las cenas de Navidad, a comprar regalos más o menos útiles, para rescatar de mi memoria lo que debiera ser: amor y respeto a los demás como a uno mismo, solidaridad. Me acercaré a la cabalgata, con mi farolillo, para pedirle a los Magos reforzar mi espiritualidad. Ilusión caliente, como la vela que arde. Con tesón, el fuego no se apaga.
Navidad 2016