Hay conocidos, colegas, amiguetes, amigos, y luego están los que te invitan a la Primera Comunión de sus hijos. Esos son como familia. Construimos juntos una red de intensas vivencias, con matices y colores. Son la vida.
Hace varios sábados, compartimos la primera experiencia religiosa del menor de unos queridos amigos. Todas las fiestas son parecidas y todas son únicas. Y en esta ocasión, me senté a comer al lado de la abuela, 80 años.
Carmina, la abuela, no tenía muy claro quién era yo, pero como muchos ancianos, se animó cuando a empecé a preguntarle por su vida. Por curiosidad y por cariño. Les encanta compartir historias del pasado. A mí, escucharlas. Y más cuando te “cantan” y cuentan con acento canario.
Carmina nació en la Isla Bonita –La Palma-, quinta isla del archipiélago en extensión y en población. A principios del siglo XX tenía la isla unos 40.000 habitantes, y en la actualidad hay 80.000 palmeros en la misma.
A mitad del siglo pasado, la insularidad, la lejanía y la escasez de recursos generaron una larga situación de hambruna, que derivó en oleadas de emigración. Hasta los años 50 hacia Cuba, y en las tres siguientes décadas a Venezuela.
Los agricultores palmeros marchaban a Venezuela con la idea de conseguir el capital necesario para volver a su tierra, comprar una parcela y convertirse en propietarios. Ahí se fue Carmina, a mitad de los 60, recién graduada como maestra y recién casada. Con mucha ilusión como equipaje.
A inicios del siglo XX, el descubrimiento del petróleo en Venezuela cambió una sociedad agrícola, inestable políticamente, por una clase industrial, que abrió sus mercados petroleros a la explotación nacional y extranjera. Eso convirtió al país en uno de los más prósperos de la región. En los 50, Venezuela estaba en su apogeo, con un cuarto lugar en PIB per cápita a nivel mundial. Hoy parece increíble.
Carmina, y el conjunto de los inmigrantes españoles, trabajaron duro, asentaron sus familias, compraron propiedades y montaron negocios. Con los ahorros iniciales, la familia adquirió fincas de amplias extensiones en hectáreas. Prepararon los caminos, sembraron, construyeron pozos para regar, organizaron la cosecha…. varias décadas de esfuerzo, un objetivo.
La abuela cuenta con pasión cómo vivían. La riqueza del país, la modernidad de la sociedad, la libertad, el progreso. Cuando volvían puntualmente a España de vacaciones, cada dos o tres años, les sorprendía la falta de recursos y avance de nuestro país.
Los nativos venezolanos llamaban a los inmigrantes “Musiú” (por “Monsieur”), la integración racial nunca ha sido rápida y fácil, y los españoles se juntaban entre ellos, los amigos cubrían el afecto que suele dar la familia.
Tanto crecimiento y riqueza atrae a corruptos. La nacionalización de la industria petrolera (1975) sentó las bases de la decadencia del país: el gobierno creo un estado de bienestar ficticio, con gasto deficitario, corrupción, deuda externa… utilizando los petrodólares en obras faraónicas y proyectos sociales para comprar a la población.
En plena decadencia y declive, Chávez fue elegido presidente en 1998, y, me cuenta Carmina, en 2002 les expropiaron sus tierras (4 millones de hectáreas expropiadas en total). Les quemaron los graneros, robaron el ganado, expulsaron de las tierras a machetazos. Sin nada, retomando el viaje de vuelta a una patria que ya no sienten propia. Me dice Carmina que cerró la puerta de su casa en Rio Claro y ahí la dejó. Volvió a La Palma –tan bonita-, donde se sintió tan extraña como la primera vez que bajó del barco en Caracas.
Y de ahí, el hijo se los llevó a Madrid. Me dice que “sus chavales” están pendientes de ella, pero se siente sola. Los jóvenes tienen su vida, sus prioridades. Al final, uno quiere convivir con los de su generación, con aquellos con quién fue tejiendo esa red de vivencias.
Igual yerro la pregunta cuando le interrogo qué querría hacer. Carmina volvería a Venezuela ya mismo, si la situación fuera estable. “Al menos me quedan allí algunos amigos, con los que pasamos tantos buenos ratos juntos”.
El velo de nostalgia lo manotea en un segundo. Me cuenta, sonriendo, que se ha apuntado a clases de francés y de manualidades. Qué ternura. Aprender francés a los 80. Chapurreamos unas frases en idioma galo y nos reímos.
Esta mañana, me cuenta el portero que venden otro edificio de esta “milla de oro” madrileña a inversores venezolanos. Ya llevan un par de años comprando casas antiguas, para reconvertirlas en pisos de lujo. Decenas de millones cada edificio. Me pregunto de dónde saldrá el dinero. Petróleo lavado que no huele mal. Diamantes de sangre.
Y a quién le importa. Poderoso caballero. “Qui a argent on lui fait fête, qui n’en a point n’est qu’une bête.”